domingo, 28 de octubre de 2012

Aires del pueblo

No había vuelto al pueblo desde que tomé la decisión más dura que había tenido hasta ahora y no había sido consciente hasta mi entrada en este, montada en el coche, de la nostalgia que implicaba mi regreso. Iba recorriedo los lugares por los que habíamos estado paseando unos meses antes: El  estrecho paseo lleno de àrboles secos ya en su mayoría, los bancos donde los jóvenes se sentaban a declararse amor eterno, o simplemente a comer pipas, la plaza central donde se concentraban una enorme cantidad de palomas con los respectivos encargados de su manutención diaria que reían y charlaban sobre las últimas novedades campechanas.

Las finas y largas calles, sinuosas a veces, por donde paseàbamos ya no tan enamorados como en tiempos mejores, pero felices y conformistas. Los parques por donde bebíamos con tanta ansia litros y litros de cerveza con patatas fritas y mil historias que contarnos adornadas de enternecedoras carcajadas.

Ahora, tan solo unos meses después, paseo por aquí sola y miro esos lugares de reojo, como con miedo a recordar esos momentos y derramar, sin querer, alguna lagrimilla de añoro. Solo eso, añoro. Ya que mis làgrimas agrias no suelen derramarse por ningún otro sentimiento aparte del nostàlgico.

Cómo puede cambiar tanto una vida, tanto tantísimo hasta llegar al punto de parecer no haberla vivido nunca?

Hay personas que tienen el gran don de olvidar, de la aceptción y del recivimiento de algo nuevo a brazos abiertos.

Los que somos de ese tipo de personas, temo, que corramos el riesgo de adaptarnos tan facilmente a lo que toca vivir que lleguemos a desconocer el valor de lo que tenemos...